Austeridad, recuerdos de mi infancia que deseo volver a
revivir en mi vejez.
Las personas que como yo peinamos canas, nacidas al alba de
la década de los sesenta, lustro arriba, año abajo, guardarán en su memoria
muchas de las cuestiones que se abordan en este artículo.
Porque además, daba igual vivir en una u otra región, eran
norma común a todos los territorios, y al acerbo que nuestros padres y abuelos
habían acertado a construir.
Mi infancia, adolescencia y juventud se circunscriben al
lugar donde nací, Madrid, capital de un estado muy distinto a la actual capital
del Reino.
Mi entorno familiar de hijo único se componía de un doble
matriarcado compuesto por mi madre, viuda a los 39, y mi abuela, a quien la
sublevación golpista militar contra la república, dejó viuda a la fuerza de las
balas que asesinaron a su marido, mi abuelo que nunca conocí, ni sé aún donde
descansan sus restos.
Allá por el 36 o el 37, en tierras salmantinas, con sólo 32
años y tres hijos al cargo, marido republicano fusilado, poco más que decir de
las enormes dificultades que tendría en la crianza.
Con estos mimbres, puedo afirmar que tuve suerte y me
enseñaron a tejer buenos cestos, construidos a base de enseñanzas valiosas, sin
duda la mayor, la austeridad, finos equilibrios económicos con la mínima
pensión de orfandad y viudedad, que otorgaba la justicia social de la época, en
los setenta.
Guardar era una premisa, aprovechar al máximo cualquier
objeto una obligación, reutilizar una obviedad, y reparar todo lo reparable una
máxima no escrita.
He de reconocer que el barrio que vio dar mis primeros
pasos, no le pareciese al lector la imagen que del Madrid de los sesenta y
setenta se tenga en la retina, pero ciertamente La Guindalera, pequeño suburbio
industrial entre el opulento barrio de Salamanca, y el Parque de las Avenidas
con casas de militares en su mayoría, era un barrio especial.
Por el día lleno de actividad empresarial y económica, por
la noche vacío absoluto, sin tiendas ni comercios, casi sin bares, solo uno que
ofrecía platos del día a los trabajadores de las fábricas adyacentes al
edificio en el que vivía, único residencial en la zona. Al lado del mismo, un
terreno agrícola propiedad de un convento de monjas, cuya actividad principal
era el cultivo de alimentos del campo y engorde de cerdos para la matanza, que
enero tras enero, convertía mi dormitorio en un sinfín de gritos de lamentos
porcinos ajusticiados a cuchillo.
Un poco más abajo, la tienda del lechero, que en mis
primeros años de vida aún tenía vacas en unos cerros cerca de mi casa, y que
nos traía todas las mañanas en bicicleta la leche fresca recién ordeñada, por
supuesto en botellas retornables. Cada botella llena tenía su contrapartida con
la botella vacía del día anterior. Ay de ti si se rompía por cualquier causa,
te caía encima la del pulpo, porque había que pagar el nuevo casco de vidrio al
día siguiente. Eso sí, siempre podías aportar algo al recoger botellas que
vieras vacías en el recorrido de ida y vuelta al colegio, para llevarlas al
supermercado del barrio de al lado y que te diesen una peseta por tercio, y un
duro por litro.
Ir de compras con mi madre era algo obligado, para ayudarla
a tirar del mismo carrito que duró lustros.
Ir a la tienda de ultramarinos llevando la huevera de una
docena, porque se compraba todo a granel, sí, los huevos también, no solo las
legumbres.
También las verduras tenían su hueco en el carro, sin
envases por supuesto, y ese bacalao seco que se cortaba con un cuchillo
gigantesco en una madera abollada tras miles de cortes realizados por el
dependiente, acababa envuelto en papel satinado, que servía como única salvaguarda al resto de alimentos.
El café, en grano, que se molía a mano en la cocina, de poco
a poco, para cada taza, conservando el aroma y sabor en perfecta armonía. ¡Qué
recuerdos me trae el sonido del molinillo manual haciendo añicos cada grano!
Los yogures, en vidrio por supuesto, se dispensaban en las
farmacias antes que en los supermercados, como elemento medicinal para la
mejora de dolencias gastrointestinales.
El zapatero del barrio, porque todo barrio tenía su
zapatero, arreglaba una y otra vez mis botas del colegio, cercenadas en su
punta a base de patadas a latas, piedras o cualquier objeto que asimilaba el
esférico de los futbolistas de la época, porque lo de tener un balón de
reglamento escapaba a las posibilidades.
Los zapatos del domingo no, esos se ponían sólo para ir a
misa, a visitar algún familiar, o dar un paseo, y ¡ay de ti si los manchabas!,
igual que los únicos pantalones cortos de “vestir”, porque daba igual verano
que invierno, los niños llevábamos pantalones cortos aunque el mercurio bajase
de cero grados.
Si por causas naturales de crecimiento, se quedaban pequeños
los zapatos o la ropa, siempre había algún vecino, amigo o familiar dispuesto a
recibir tu dádiva, y al revés era lo mismo, el trueque era consustancial a la
época.
Los libros y cuadernos del colegio envueltos en papel
celofán, para que no se estropeasen las cubiertas, con tu nombre a mano escrito
al principio, o con el Dymo posteriormente, se guardaban por si era necesario
repasar en ese verano, o en el siguiente.
El baño semanal a mi me tocaba los viernes por la tarde, el
previo al fin de semana, imagino para lucir limpio y aseado en las visitas, los
paseos o la misa dominical.
Eso de ducharse a diario ni era norma ni se consideraba
normal, más bien un derroche de agua. Casi tanto como intentar desechar un
trozo ínfimo de la pastilla de jabón, que a base de pequeños trozos pegados, se
recovertía en una nueva y multicolor, para uso de varias semanas más,
La calefacción en casa era al principio una caldera de
carbón, luego se cambió por una
eléctrica, pero ni una ni otra obran un recuerdo especial en mi memoria.
Si dejabas la luz del dormitorio encendida te caía de nuevo
la del pulpo, así que es fácil imaginar que la posibilidad de encender uno u
otro método escapaban de las posibilidades económicas familiares, por lo que sí
recuerdo los jerseys de lana gorda, tejidos por mi abuela, las varias capas de
mantas en mi cama, y la eterna sensación de frío en los inviernos de Castilla
la Nueva, región a la que Madrid pertenecía y “lideraba”, antes de la
transición.
Y por supuesto, coger el coche que sí teníamos, un Renault 8
de mi padre, fallecido cuando contaba 39 años, quedaba restringido a los viajes
en verano a un pequeño chalet a las afueras de Madrid, donde pasábamos los tres
meses de vacaciones escolares, eterno estío entre amigos, juegos en el campo y
bicicletas al viento. Lugar donde el panadero del pueblo cercano, San Agustín
del Guadalix, proveía cada mañana de pan a las familias, que dejaban el dinero
en una bolsa en la puerta, para recibir las barras de pan acordadas
previamente, donde diferentes furgonetas hacían sonar su claxon avisando de su
llegada con verduras, carne, lácteos, aceite e incluso pescado, además del
butano, que reponía la bombona si dejabas la vacía a la vista en la puerta de
tu casa, con el dinero debajo claro.
Añoranza no, realidad de lo vivido, y que tras observar los
cambios ocurridos durante cuatro décadas, estimo y deseo volver a algo similar,
apostar por el comercio local, por la confianza entre las personas, por el
cariño al panadero, al lechero, a toda persona que ofrecía algo que
necesitabas.
Y sobre todo, a no necesitar tanto, porque vivir en la
austeridad es consustancial con la riqueza personal, valorar lo que tienes, y
convertir el ser por encima del tener, como premisa para transitar hacia otro
modelo de sociedad que base en las relaciones humanas su punto fuerte, no en
las comerciales sin alma.
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